Carracas de la iglesia de Quiruelas de Vidriales.
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Dentro de la variedad de celebraciones litúrgicas de la Iglesia Romana durante la Semana Santa, uno de los ejemplos más conmovedores fue siempre el Oficio de Tinieblas, Officium tenebrarum, que no es otra cosa que el canto o rezo de las horas litúrgicas Maitines y Laudes del Jueves, Viernes y Sábado santos, trasladados a la víspera, siempre al atardecer, para posibilitar una mayor asistencia de fieles cristianos. Con el cántico de las diversas antífonas, responsorios y salmos, y con las lecturas correspondientes al triduo sacro, se va recordando la Pasión de Cristo, su agonía y muerte, y sus exequias y sepultura. Y todo ello casi en la oscuridad, con tan sólo las velas de un tenebrario.
En este acto, en el que no faltaba el ruido de matracas, carracas y otros objetos, como luego veremos, se quieren recordar los últimos momentos en la vida de Cristo: “Desde la hora de sexta se extendieron las tinieblas sobre la tierra hasta la hora de nona. Hacia la hora de nona exclamó Jesús con voz fuerte diciendo: ¿Eli, Eli, lema sabachtani! (Dios mío, Dios mío: ¿por qué me has desamparado)... (Mat. 27, 45-46). “...La cortina del templo se rasgó de arriba abajo en dos partes, la tierra tembló y se hendieron las rocas; se abrieron los monumentos y mucho cuerpos de santos que dormían resucitaron...” (Mat. 27, 51-52).
La palabra, que procede del latín tenebras, significa oscuridad, falta de luz, pues es por la tarde-noche cuando se rezan o cantan. La misma procedencia tiene tenebrario (tenebrarius) referido al candelabro triangular de 15 velas o cirios que se van apagando durante el cántico. (Algunos dicen que solamente tiene 13 velas que representan a los doce apóstoles y a Jesucristo, que estaría representado por la que está destacando en el centro del mismo). Este candelabro era de madera, aunque también los había de hierro, y está sobre un pié muy alto, destacando en medio de la iglesia o en el presbiterio.
Antes de la reforma litúrgica de 1956, este acto religioso de las tinieblas se celebraba con solemnidad y era muy llamativo, hasta el punto de ser recordado fácilmente por las personas mayores. En la actualidad, aunque recen las horas quienes están obligados a hacerlo, el rito externo ha desaparecido y, si en algún lugar lo rememoran, lo hacen de forma completamente distinta. Pero aquí queremos hacer presente a la tradición.
Llegado el momento, al anochecer del Miércoles, el sacerdote, revestido con ropas oscuras, se acerca al altar, enciende la velas del tenebrario y comienza los cánticos y lecturas correspondientes a las horas citadas. Pueden acompañarle el sacristán u otras personas.
A todo esto la iglesia está llena de feligreses, era normal en aquella época que casi todos los vecinos asistiesen a éste como a los demás actos de esta Semana. Incluso los niños lo hacían con gusto, pues era el día, o el momento, en el que podían tocar a gusto las matracas o carracas, guardadas durante el resto del año.
A medida que se van cantando los salmos, se van apagando las velas (salmo a salmo y vela a vela, se decía). Al finalizar, se habían apagado las catorce velas, pues hay tres salmos en cada uno de los tres nocturnos de maitines y cinco en los de laudes. Después de cantar el miserere y apagar la última vela, junto con las demás luces, el templo queda completamente a oscuras. Es en este preciso instante cuando clero y fieles inician el ruido. Los niños tocan sus matracas o carracas; alguien se encarga de que suenen todas las campanas de la iglesia; en algunos lugares, también llevan y tocan otros instrumentos como cencerros, mazos, etc.; o golpean los bancos, patean el suelo e incluso hablan, vocean, o mueven los reclinatorios o sillas que hay en la iglesia. Se trata de provocar el máximo ruido. Es la noche del ruido y de la oscuridad, que simbolizan la muerte de Cristo.
Y es, que tanto en las parroquias como en los domicilios particulares, solía haber matracas de aldabas o de mazo, y carracas de una o dos lengüetas, para usar precisamente en estos días.
En medio de este ruido, inolvidable para quienes lo vivieron, y aprovechando o amparados en la oscuridad, no faltaban actos y bromas de mal gusto de unas personas con otras, sobre todo entre los más jóvenes, como clavar vestidos y mantos de las mujeres en los bancos, e incluso llegaron a producirse desperfectos en el mobiliario de la iglesia, bancos, reclinatorios y confesonarios. Esta y otras razones movieron a la iglesia a que poco a poco se dejase de celebrar de esta manera.
Pasados no más de diez o quince minutos se iban encendiendo de nuevo, poco a poco, las luces de la iglesia y se producía un gran silencio, un silencio, podemos decir, casi fúnebre, pues es el del recuerdo de la muerte de Cristo, que estaba próxima. De hecho, desde este momento, las campanas de la iglesia, entre otras cosas, dejarían de sonar. Solamente se oían carracas o matracas por las calles del pueblo para avisar a los oficios. Y así hasta celebrar la vigilia pascual del Sábado Santo en la que el agua, y sobre todo la luz, serán los protagonistas, el agua de la purificación y la luz, vencedora de la oscuridad, como la Resurrección fue vencedora de la muerte.
En las tinieblas existía todo un ceremonial: en el orden a seguir para apagar las velas con el matacandelas (o apagavelas), primero la más baja del lado del Evangelio y luego la más baja del lado de la epístola y así sucesivamente hasta llegar a la del medio, llamada por algunos vela María o vela blanca, que representaba a Cristo, Luz del mundo. Al terminar el cántico se apagaba ésta y comenzaba el ruido. El sacerdote era quien lo ordenaba (se decía que durante el espacio de la duración de paternóster, pero solía prolongarse más tiempo); y él mismo ordenaba encender, de nuevo, las velas y luces de la iglesia para terminar el acto.
Este oficio de tinieblas, tan recordado por muchas personas mayores, pues se celebraba en casi todas las iglesias, semeja la celebración de unas exequias o funerales, pues no faltan ni los salmos, ni la antífonas, ni los responsorios fúnebres y de lamentación. Además no hay música y las imágenes de las iglesias estaban cubiertas con telas en señal de luto por la muerte de Cristo. Y todo ello acompañado de la oscuridad en la iglesia. Era tal la impresión que el acto causaba, sobre todo en los niños, y también en algunos mayores, que se retiraban a sus casas pensando en que la muerte de Cristo había ocurrido de nuevo, de modo real, en este día. Tales eran las vivencias personales y la unión entre la vida y la práctica religiosa en aquellos años.
No podemos olvidar el significado simbólico que tienen los actos de apagar las velas del tenebrario y el ruido que se produce al final. Con lo primero se pretende que los cristianos recuerden el abandono de Jesús por sus discípulos y amigos, al tiempo que era atormentado por los judíos. La única vela encendida del final recuerda también a Cristo. El ruido final nos indica las convulsiones y trastornos de la naturaleza en el trance de la muerte del Salvador.
El Miserere, palabra latina inicial del salmo así llamado, y que significa ‘Apiádate o ten compasión’, hemos recordado que era el último salmo del Oficio de Tinieblas, pero se suele cantar con frecuencia también en otros momentos de la Cuaresma y sobre todo los días de Semana Santa, tanto en las iglesias, como en las calles y plazas durante las procesiones. En este caso de un modo más solemne. Para ello lo hacen en latín y a ser posible también con más oscuridad que de luz.
Una costumbre popular muy extendida era que, para el canto del Miserere en algunos lugares se formaban dos grupos de personas, a modo de coros, en la iglesia. Unos se colocaban cerca del altar, junto al sacerdote y otros, con el sacristán u otra persona, en el coro, la sacristía, etc. Bastaba con que estuvieran algo alejados. En el cántico ambos grupos iban alternando los versículos, produciendo una sensación de lejanía, unida al cambio de voces, tonos e incluso modo de hacerlo. Ésta era la precisamente la impresión que se quería causar y que todavía es motivo de recuerdo para muchos.
Dentro de la variedad de celebraciones litúrgicas de la Iglesia Romana durante la Semana Santa, uno de los ejemplos más conmovedores fue siempre el Oficio de Tinieblas, Officium tenebrarum, que no es otra cosa que el canto o rezo de las horas litúrgicas Maitines y Laudes del Jueves, Viernes y Sábado santos, trasladados a la víspera, siempre al atardecer, para posibilitar una mayor asistencia de fieles cristianos. Con el cántico de las diversas antífonas, responsorios y salmos, y con las lecturas correspondientes al triduo sacro, se va recordando la Pasión de Cristo, su agonía y muerte, y sus exequias y sepultura. Y todo ello casi en la oscuridad, con tan sólo las velas de un tenebrario.
En este acto, en el que no faltaba el ruido de matracas, carracas y otros objetos, como luego veremos, se quieren recordar los últimos momentos en la vida de Cristo: “Desde la hora de sexta se extendieron las tinieblas sobre la tierra hasta la hora de nona. Hacia la hora de nona exclamó Jesús con voz fuerte diciendo: ¿Eli, Eli, lema sabachtani! (Dios mío, Dios mío: ¿por qué me has desamparado)... (Mat. 27, 45-46). “...La cortina del templo se rasgó de arriba abajo en dos partes, la tierra tembló y se hendieron las rocas; se abrieron los monumentos y mucho cuerpos de santos que dormían resucitaron...” (Mat. 27, 51-52).
La palabra, que procede del latín tenebras, significa oscuridad, falta de luz, pues es por la tarde-noche cuando se rezan o cantan. La misma procedencia tiene tenebrario (tenebrarius) referido al candelabro triangular de 15 velas o cirios que se van apagando durante el cántico. (Algunos dicen que solamente tiene 13 velas que representan a los doce apóstoles y a Jesucristo, que estaría representado por la que está destacando en el centro del mismo). Este candelabro era de madera, aunque también los había de hierro, y está sobre un pié muy alto, destacando en medio de la iglesia o en el presbiterio.
Antes de la reforma litúrgica de 1956, este acto religioso de las tinieblas se celebraba con solemnidad y era muy llamativo, hasta el punto de ser recordado fácilmente por las personas mayores. En la actualidad, aunque recen las horas quienes están obligados a hacerlo, el rito externo ha desaparecido y, si en algún lugar lo rememoran, lo hacen de forma completamente distinta. Pero aquí queremos hacer presente a la tradición.
Llegado el momento, al anochecer del Miércoles, el sacerdote, revestido con ropas oscuras, se acerca al altar, enciende la velas del tenebrario y comienza los cánticos y lecturas correspondientes a las horas citadas. Pueden acompañarle el sacristán u otras personas.
A todo esto la iglesia está llena de feligreses, era normal en aquella época que casi todos los vecinos asistiesen a éste como a los demás actos de esta Semana. Incluso los niños lo hacían con gusto, pues era el día, o el momento, en el que podían tocar a gusto las matracas o carracas, guardadas durante el resto del año.
A medida que se van cantando los salmos, se van apagando las velas (salmo a salmo y vela a vela, se decía). Al finalizar, se habían apagado las catorce velas, pues hay tres salmos en cada uno de los tres nocturnos de maitines y cinco en los de laudes. Después de cantar el miserere y apagar la última vela, junto con las demás luces, el templo queda completamente a oscuras. Es en este preciso instante cuando clero y fieles inician el ruido. Los niños tocan sus matracas o carracas; alguien se encarga de que suenen todas las campanas de la iglesia; en algunos lugares, también llevan y tocan otros instrumentos como cencerros, mazos, etc.; o golpean los bancos, patean el suelo e incluso hablan, vocean, o mueven los reclinatorios o sillas que hay en la iglesia. Se trata de provocar el máximo ruido. Es la noche del ruido y de la oscuridad, que simbolizan la muerte de Cristo.
Y es, que tanto en las parroquias como en los domicilios particulares, solía haber matracas de aldabas o de mazo, y carracas de una o dos lengüetas, para usar precisamente en estos días.
En medio de este ruido, inolvidable para quienes lo vivieron, y aprovechando o amparados en la oscuridad, no faltaban actos y bromas de mal gusto de unas personas con otras, sobre todo entre los más jóvenes, como clavar vestidos y mantos de las mujeres en los bancos, e incluso llegaron a producirse desperfectos en el mobiliario de la iglesia, bancos, reclinatorios y confesonarios. Esta y otras razones movieron a la iglesia a que poco a poco se dejase de celebrar de esta manera.
Pasados no más de diez o quince minutos se iban encendiendo de nuevo, poco a poco, las luces de la iglesia y se producía un gran silencio, un silencio, podemos decir, casi fúnebre, pues es el del recuerdo de la muerte de Cristo, que estaba próxima. De hecho, desde este momento, las campanas de la iglesia, entre otras cosas, dejarían de sonar. Solamente se oían carracas o matracas por las calles del pueblo para avisar a los oficios. Y así hasta celebrar la vigilia pascual del Sábado Santo en la que el agua, y sobre todo la luz, serán los protagonistas, el agua de la purificación y la luz, vencedora de la oscuridad, como la Resurrección fue vencedora de la muerte.
En las tinieblas existía todo un ceremonial: en el orden a seguir para apagar las velas con el matacandelas (o apagavelas), primero la más baja del lado del Evangelio y luego la más baja del lado de la epístola y así sucesivamente hasta llegar a la del medio, llamada por algunos vela María o vela blanca, que representaba a Cristo, Luz del mundo. Al terminar el cántico se apagaba ésta y comenzaba el ruido. El sacerdote era quien lo ordenaba (se decía que durante el espacio de la duración de paternóster, pero solía prolongarse más tiempo); y él mismo ordenaba encender, de nuevo, las velas y luces de la iglesia para terminar el acto.
Este oficio de tinieblas, tan recordado por muchas personas mayores, pues se celebraba en casi todas las iglesias, semeja la celebración de unas exequias o funerales, pues no faltan ni los salmos, ni la antífonas, ni los responsorios fúnebres y de lamentación. Además no hay música y las imágenes de las iglesias estaban cubiertas con telas en señal de luto por la muerte de Cristo. Y todo ello acompañado de la oscuridad en la iglesia. Era tal la impresión que el acto causaba, sobre todo en los niños, y también en algunos mayores, que se retiraban a sus casas pensando en que la muerte de Cristo había ocurrido de nuevo, de modo real, en este día. Tales eran las vivencias personales y la unión entre la vida y la práctica religiosa en aquellos años.
No podemos olvidar el significado simbólico que tienen los actos de apagar las velas del tenebrario y el ruido que se produce al final. Con lo primero se pretende que los cristianos recuerden el abandono de Jesús por sus discípulos y amigos, al tiempo que era atormentado por los judíos. La única vela encendida del final recuerda también a Cristo. El ruido final nos indica las convulsiones y trastornos de la naturaleza en el trance de la muerte del Salvador.
El Miserere, palabra latina inicial del salmo así llamado, y que significa ‘Apiádate o ten compasión’, hemos recordado que era el último salmo del Oficio de Tinieblas, pero se suele cantar con frecuencia también en otros momentos de la Cuaresma y sobre todo los días de Semana Santa, tanto en las iglesias, como en las calles y plazas durante las procesiones. En este caso de un modo más solemne. Para ello lo hacen en latín y a ser posible también con más oscuridad que de luz.
Una costumbre popular muy extendida era que, para el canto del Miserere en algunos lugares se formaban dos grupos de personas, a modo de coros, en la iglesia. Unos se colocaban cerca del altar, junto al sacerdote y otros, con el sacristán u otra persona, en el coro, la sacristía, etc. Bastaba con que estuvieran algo alejados. En el cántico ambos grupos iban alternando los versículos, produciendo una sensación de lejanía, unida al cambio de voces, tonos e incluso modo de hacerlo. Ésta era la precisamente la impresión que se quería causar y que todavía es motivo de recuerdo para muchos.